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UNA MADRE NO SE CANSA DE ESPERAR, POR ERNESTO SEPULVEDA

Si hay una persona que es importante es nuestras vidas, esa es nuestra madre. Aquella que supo siempre enseñar una reglas muy claras acerca de lo que estaba bien, y de lo que estaba mal. 

Combinando el rigor y la exigencia, con el cariño desbordante que sólo una madre puede brindar.

En mi caso, y el de mis tres hermanas, tuvimos a Berta, nuestra mamá. Ella era una mujer que migró del campo a la ciudad, junto a mi padre. 

Una mujer del siglo XX. Con una vitalidad, un empuje, y una visión, que ya se la envidiaría cualquier milenial. 

Tuvo una noción tan clara de la importancia que tendría la educación, que junto a mi padre hicieron esfuerzos titánicos para darnos a sus hijas e hijo, la mejor enseñanza que estaba disponible por aquellos años en mi ciudad natal, Quillota. 

Mi madre, que por un disgusto infantil, de pequeña abandonó la enseñanza primaria, consentida por un padre que no le negaba nada. De mayor, tuvo tan claro que la educación era fundamental, que se privó con mi padre, de bienes y comodidades, para pagarnos una educación particular.

Ella misma, la “Bertita”, que así la llamaban todas sus conocidos, terminó de adulta, su educación básica, y la educación secundaria, en estudios vespertinos. Iba a clases de Lunes a viernes, de 20,00 a 22,00 horas, después de salir de su trabajo. Incluso el año 1982 rindió la prueba de aptitud académica (PAA). Se licenció de cuarto medio y rindió la PAA, un año antes que yo. Varios de mis profesores en el Instituto Rafael Ariztía, le hacían clases en el vespertino, lo que me llenaba de orgullo.

Mi madre, tomó cuanto curso había disponible para trabajadores por esos tiempos, de corte y confección, de dactilografía. Años más tarde tomó clases de conducción, se compró un lindo auto el cual condujo por años. Tomó clases de computación, y estaba al tanto de todo lo que ocurría tanto en Quillota, donde residió siempre, como a nivel central.

Nuestra madre nos inculcó, que nada es imposible, que todo se consigue con esfuerzo y tesón. Ella nos enseñó a hablar claro, a decir las cosas por su nombre, y a dar siempre la cara. Nos enseñó a ser solidario, a velar por los mas necesitados, a ser humildes.

Pero el tesoro mas grande que nos entregó, fue el don de la fe, desde pequeños nos enseñó a amar a Dios, y nos introdujo en la formación cristiana de la Iglesia Católica. También ella fue premiada en vida, por esto. Una de mis hermanas viste el hábito de las Hermanas Carmelitas descalzas. Lo cual, fue una de sus mayores alegrías. Aunque siempre dijo que su mayor alegría, era verme a mi con sotana.

Sí, yo también me reía harto cuando decía eso, porque tenía muy claro que los curas no podían, o mas bien, no debían tener mujeres. Y no estaba preparado para eso.

Fui como muchos de ustedes amigos y amigas, muy regalón de mi mamá, muy mucho regalón. Siempre ella bromeaba conmigo, me decía que cuando fuera grande me iba a ir lejos y ya no nos veríamos siempre. Me lo recordaba, cada vez que en la iglesia se cantaba una canción, cuyo nombre titula esta columna. “Una madre no se casa de esperar”.

Pese a mis juramentos infantiles, de que nunca me separaría de ella. En la vida adulta efectivamente migré desde mi ciudad natal, y finalmente vine a asentarme nada menos que en Punta Arenas. Cuanta razón tenía esa santa mujer, mi viejita querida, hasta su partida, nos vimos muy poco, practicamente en los puros veranos.

Eso es lo que vuelve, mas emotivo para mí, recordarla, una mujer extraordinaria, que nos enseñó a tener coraje, a ser valientes, y a amar sin límites.

Amigo, amiga, si tienes a tu mamita querida, aun junto a ti, abrazarla con fuerza, y dile cuanto la amas y le agradeces por todo el cariño y cuidados que te ha brindado.

 Porque por mucho que el tiempo pase, y existan miles de kilómetros de distancia, una madre no se cansa de esperar.