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La historia de la mujer que teje boinas y apaga sus penas al ritmo del acordeón

Bailar una cueca al aire libre y con sombrero de huaso es un desafío perdido en Magallanes. Porque el viento se lleva todo. Motivo más que suficiente para elegir la boina que se amolda perfecta a la cabeza y hoy es la gorra preferida para aguantar el frío y evitar que vuele con el viento. Sí, la misma que usa el gaucho en el arreo, en la doma de caballo o en la esquila de ovejas, una prenda que arribó de Europa hace más de cien años y ya es oferta esencial en los Mercados Campesinos de INDAP en la Región de Magallanes. 

Las características bien las conoce Paula Añazco Galindo, que hace cuatro años teje y teje boinas solo para los Mercados Campesinos que organiza INDAP.  “Me sirve para ganar unos pesos y también es mi entretención, ya no puedo andar acarreando mermeladas y bajar a Punta Arenas ni sembrar. Las boinas son más livianas y las puedo trasladar con mayor facilidad”, dice la mujer campesina, criada en Frutillar, pero que lleva ya más de 38 años en una pequeña cabaña ubicada a 12 kilómetros al norte de Punta Arenas, en el loteo Vrsalovic.

​Aprendió a tejer mirando y tuvo que hacerlo para subsistir. “No me quedó otra. Ya no podía hacer mucho esfuerzo físico.   Tengo varias operaciones a la cadera y a la rodilla”, explica mientras recorre el predio con un bastón, junto a sus perros Polo, Pata y Picha que le siguen de cerca los pasos. Y por ahí también asoman seis gatos que también la acompañan.

​“Vivo solita, mi pareja tuvo una trombosis y lo cuida su hermana en la ciudad. Yo lo voy a ver a Punta Arenas siempre que puedo”, explica.  Para lo básico cosecha agua lluvia y cada cierto tiempo le llevan el preciado elemento en camiones aljibes. 

Aunque tiene cuatro hijos no los ve mucho, una vive en Estado Unidos y en varias ocasiones la ha invitado a irse con ella, pero asegura que tiene su camino ya trazado en Magallanes y “no me veo en ningún otro lugar. Me vine. Me quedé. Y aquí estoy”, recalca.  Hoy, el más presente es su nieto, al que crio como un hijo. 

Los problemas al caminar y moverse terminaron con las lechugas, cilantro, perejil, y papas del huerto.  “Acá antes tenía de todo. Producía y hacía mermelada para vender”, menciona. Ahora en el pequeño lugar queda un invernadero roto y los rastros de una siembra de papas que nunca más prendió. 

“Me afecta más y tengo dolores, pero mi discapacidad es de antes. Tuve un accidente cuando fui niña y de ahí me vinieron todos los dramas, porque mi familia no me dio nunca el hospital cuando era chica. Dicen que me caí y me rompí la pierna y la cadera, pero hay gente que dice que me cayeron… Yo no sé bien qué pasó”, suspira y ahoga sus penas en el acordeón cada vez que mira al pasado y recorre los dolores que le ha tocado vivir, muchos de los cuales prefiere no hablar. Su canción preferida: Qué penas siente el alma de Violeta Parra la repasa y deja caer las notas cada vez que asoma las tristezas.

El arte de hacer boinas

La historia de las boinas es imprecisa. Por ahí existe cierto consenso que defiende la idea de que llegaron desde Europa a fines del siglo IXX, a toda la Patagonia. En algunos lugares se transformó en una prenda boutique, pero en los campos y la enorme estepa se hizo esencial, junto alas botas, bombachas, el pañuelo y el mate.  

Desde entonces la boina ha sido un fiel compañero de los gauchos, ovejeros, y campañistas, tanto en las faenas de esquila, jineteadas, y en el necesario arreo de ovinos y bovinos de las estancias magallánicas hacia los campos de verano o invierno, según sea la época.

Paula Añazco se especializó en hacer boinas, una le puede llevar hasta dos días de tejido. Lo más difícil es el diseño y trabajar la lana cruda, en un ritual riguroso que repite cada vez que inicia el proceso: lavar y escarmenar la lana, aislarla y después tejerla e incluso si es posible volver a lavar.

De ahí viene la etapa de los diseños, el que más buscan sus clientes, sobre todo los turistas, es el que tiene la bandera de Magallanes.  Pero siempre está innovando, jugando con los palillos, creando formas, algunas que imitan el viento, otras a la estepa inmensa e insondable. No lo dice, pero se nota que hay cariño, al momento de tejer, en la concentración que pone. Teje en su pequeña cabaña, al lado de una cocina magallánica, de fierro que ocupa gran parte de la pieza que hace de living, comedor y cocina. En una pared un calendario marca el mes de septiembre, y algunas anotaciones con el día de pago, la compra de lana, la llegada del agua. 

“Vendo solo en los Mercados Campesinos, las señoras de Las Vírgenes de la Covadonga (agrupación campesina) me invitan y siempre voy, es muy bueno y estoy muy agradecida por la oportunidad. Me da miedo vender en otros lados, tampoco ofrezco por teléfono. Ojalá cuando vuelvan los mercados, la gente me busque y compre mis boinas.  Son bonitas y baratas”, dice mientras le salta una risa pícara de vendora sin mucha experiencia.

Hoy vive principalmente gracias a una pensión solidaria y gran parte lo gasta en leña y alimento para sus mascotas, de ahí que el ingreso de la venta de boinas sea vital para sostenerse.  “Me ha ayudado mucho la venta de las boinas. Me he reinventado con ellas”, confiesa.

La jornada de Paula parte temprano. Lo primero es alimentar a sus mascotas. “Soy criada en el campo, allá en Frutillar y no puedo levantarme tarde. No soy buena para la pestaña. Y acá siempre hay que hacer hartas cosas, picar leña, cocinar, arreglar alguna cosita… en fin, y como ahora voy más lento en todo, me tomo mi tiempo”, justifica.

​De momento teje y acumula boinas para tener disponibles al momento de abrirse nuevamente los Mercados Campesinos de INDAP.  Las boinas de lana cruda las vende a 10 mil pesos y las con lana tradicional a 7.500 pesos. Según ella son las mejores y más baratas de Punta Arenas.