En 1946 se publicó el libro “El vino del estío”, de Ray Bradbury, un conjunto de cuentos
ambientados en un pueblito cercano a Illinois en los Estados Unidos. Todo discurre durante el verano de 1928 narrando la vida de Douglas Spalding un niño de doce años, que probablemente encarne los recuerdos del propio Ray en su infancia. Uno de estos cuentos narra la historia de Leo Auffmann, un hombre con fama de inventor, que un día decidió fabricar una máquina de la felicidad. Su esposa y sus cinco hijos e hijas, no comprendían la obsesión de Leo, que lo hacía desparecer durante semanas, en las que casi no comía. Luego de muchas jornadas de aserruchar madera, cortar y martillar latas, y cubrirlas con pintura de colores, finalmente Leo concluyó su obra. Quiso brindarle a su esposa Lena una experiencia hermosa e inolvidable, pero cuando ella probó la máquina le dijo: “Leo cometiste un error. Olvidaste que, en algún momento, algún día, uno tendría que salir de aquí e ir a lavar platos y hacer camas. Cuando estás adentro, sí, la puesta de sol parecer ser eterna, el aire huele bien, la temperatura es agradable…Pero seamos francos, Leo. ¿Cuánto tiempo puedes mirar una puesta de sol? ¿Quién quiere que una puesta de sol no acabe nunca? ¿Quién desea una temperatura perfecta? ¿Quién desea que el aire huela siempre bien? Al cabo de un tiempo ¿quién lo notará?… Las puestas de sol son hermosas porque sólo ocurren una vez y desaparecen”. Leo Auffmann queda estupefacto por lo que le dice su mujer, poder experimentar que estaba en París, Londres o Roma, no le produjo felicidad, le hizo comprender su realidad, y el contraste le dio tristeza.
En 1928 no existía ni la televisión, mucho menos internet ni las experiencias streaming. Lo que
Bradbury hace decir a sus personajes, no hace sino anticipar, el vacío, la angustia, la frustración que la sociedad de consumo engendra en nuestros días. Casi al finalizar el cuento, luego de comprobar lo estéril que había sido su esfuerzo, Leo ve por la ventana de su casa. “Allí estaba Saul y Marsall jugando al ajedrez en la mesa del café. En el comedor, Rebeca arreglaba la platería. Naomí cortaba muñequitos de papel. Ruth pintaba acuarelas, Joseph hacía correr su tren eléctrico. A través de la puerta se veía a Lena Auffmann que sacaba una fuente de carne asada del horno humeante.” Al ver la escena vívida de su esposa e hijos, moviéndose, hablando, riéndose, haciendo cosas, comprendió en lo más profundo de su corazón, que esa era la verdadera maquinaria de la felicidad.
Sin lugar a dudas, hoy estamos inmersos en el tráfago de la vida cotidiana, asediados por noticias
alarmantes, hechos trágicos cuando no siniestros, que nos llegan 24/7 a nuestros teléfonos
portátiles. Si la máquina de la felicidad era poder ver, oír y casi sentir que estamos en lugares lejanos o exóticos, ese propósito se logró de sobra. Pero tal como en el verano de 1928, en los recuerdos de un niño de doce años en un pueblito cercano a Illinois, la visión brillante y luminosa de esas imágenes de artificio, no sacia los deseos del corazón. No hay suficiente pintura de colores o latas brillantes en la máquina de Leo Auffmann, como no hay suficientes megapíxeles o resolución ultra 5k plus, para llenar el vacío de sentido de la sociedad contemporánea.
Cien años después en cualquier pueblo perdido de un país del extremo sur del mundo, seguimos
urgidos por nuestros afanes del día a día, corriendo para no perder el transporte público, o
conduciendo como dementes para alcanzar a llegar a la hora al colegio, al trabajo, al happy hour, y
hasta para llegar a la iglesia. No nos damos cuenta que nuestra maquinaria de la alegría, está allí al
alcance de la mano, o en la habitación de los hijos, en la mesa del comedor o cocinando juntos.
Ojalá que al igual que Leo Auffmann escuchemos la voz sensata que nos invita a darnos cuenta, a
reaccionar, antes que nos sorprenda corriendo el camino al cementerio.
Ernesto Sepúlveda Tornero