Amigas y amigos, este domingo se celebró el Día del Padre en Chile. Como es común a las celebraciones de este tipo, los comercios se llenaron de ofertas especiales, restaurantes ofrecieron menús especiales para agasajar a nuestros queridos viejos. Una multitud de hijos e hijas apurados por alcanzar el regalo esperado, o por llegar a tiempo a casa de los padres, o para esa llamada para la cual, se prepara uno con anticipación. Mi padre partió ya hace diez años, tuve una infancia
feliz gracias a su esfuerzo y trabajo de toda la vida, me dejó muchas cosas buenas como herencia. Su sencillez, su buen humor, su preocupación por los demás, y otro sinfín de cualidades que espero cultivar hacia adelante. He tenido el privilegio de ser padre de dos hijos, y agradezco cada día por la alegría de compartir la vida cotidiana con ellos. En ocasiones les cuento como era la vida en los años de mi infancia, en tiempos tan distintos a los actuales. En retrospectiva se tiene una primera impresión de que la vida era más simple que la actual. Creo que, en mi caso, y en el de muchos de mi generación, la ausencia del consumismo actual, el contar con lo necesario y ya. Sin mayores suntuarios ni cuestiones superfluas, es lo que permite dimensionar el verdadero valor de las cosas. Se dice que las generaciones pretéritas estaban mejores preparadas para enfrentar dificultades, se hacen toda clase de bromas remarcando lo hipersensibles que son los adolescentes de hoy. Es un tema peliagudo, no fuimos más duros, simplemente nos tocó enfrentar los
problemas de nuestra edad sin apoyos de ningún tipo. No se estilaba hablar de esas cosas con los padres, ni con nadie en realidad. Y la idea de ir a una terapia, era sólo motivo de mofa. Nadie pensaba en serio en algo así. Hoy las complejidades de la vida, la presión de las RRSS, la sociedad de consumo que atrapa desde muy chicos a todos, genera angustia, depresión, y toda clase de patologías de salud mental. Antes también sucedía, pero no existía ni el conocimiento ni la experiencia de los padres ni los colegios en cosas como esa. En buena hora nuestra sociedad ha
progresado reconociendo la importancia de la salud mental, en la etapa formativa de la niñez y adolescencia, y por supuesto en la vida adulta. Ser duro, y no demostrar dolor por nada, afortunadamente ya no es algo tan bien mirado.
Por el contrario, una persona insensible al dolor propio, muy probablemente será inmune al dolor de los demás, y eso en cualquier comunidad producirá consecuencias adversas. En fin, que hoy padres e hijos puedan hablar de todo, sea directamente o apoyados por un profesional, es un aspecto invaluable de la vida actual. Ese contacto y esa conversación es lejos, el tesoro más precioso que se pueda entregar a los hijos, y recibir de ellos.
Había un cuento que se leía en las escuelas y colegios de mi infancia, es del escritor chileno Olegario Lazo Baeza, nacido en 1878 y fallecido en 1964, se llama “El Padre”, narra el re-encuentro entre un padre campesino y su hijo oficial de ejército. “Un viejecito de barba larga y blanca, bigotes enrubiecidos por la nicotina, manta roja, zapatos de taco alto, sombrero de pita y un canasto al brazo, se acercaba, se alejaba y volvía tímidamente a la puerta del cuartel.” El relato
cuenta como el viejito, venciendo su temor y timidez finalmente pregunta. “- ¿Estará mi hijo? El cabo soltó la risa. El centinela permaneció impasible, frío como una estatua de sal. El regimiento tiene trescientos hijos; falta saber el nombre del suyo repuso el suboficial. -Manuel… Manuel Zapata, señor. El cabo arrugó la frente y repitió, registrando su memoria: – ¿Manuel Zapata…? ¿Manuel Zapata…? Y con tono seguro: -No conozco ningún soldado de ese nombre. El
paisano se irguió orgulloso sobre las gruesas suelas de sus zapatos, y sonriendo irónicamente: – ¡Pero si no es soldado!
Mi hijo es oficial, oficial de línea…”. “El viejecito se sentó sobre un banco de madera y dejó su canasto al lado, al alcance de su mano. Los soldados se acercaron, dirigiendo miradas curiosas al campesino e interesadas al canasto. Un canasto chico, cubierto con un pedazo de saco. Por debajo de la tapa de lona empezó a picotear, primero, y a asomar la cabeza
después, una gallina de cresta roja y pico negro abierto por el calor. Al verla, los soldados palmotearon y gritaron como niños: – ¡Cazuela! ¡Cazuela! El paisano, nervioso por la idea de ver a su hijo, agitado con la vista de tantas armas, reía sin motivo y lanzaba atropelladamente sus pensamientos. – ¡Ja, ja, ja!… Sí, Cazuela…, pero para mi niño. Y con su cara
sombreada por una ráfaga de pesar, agregó: – ¡Cinco años sin verlo…! Más alegre rascándose detrás de la oreja: No quería venirse a este pueblo. Mi patrón lo hizo militar.”
Cuando un cabo finalmente va a buscar al Teniente Zapata, que no es otro que el hijo del viejecito. Este se muestra turbado ante los otros oficiales, avergonzado, a fin de cuentas. Al cabo de largo rato de avisos continuos de que su padre lo espera en la sala de guardia, finalmente se dirige al lugar. “Zapata golpeó el suelo con el pie, se mordió los labios con furia, y fue allá. Al entrar, un soldado gritó:
- ¡Atenciooón!
La tropa se levantó rápida como un resorte. Y la sala se llenó con ruido de sables, movimientos de pies y golpes de taco.
El viejecito, deslumbrado con los honores que le hacían a su hijo, sin acordarse del canasto y de la gallina, con los brazos extendidos, salió a su encuentro. Sonreía con su cara de piel quebrada como corteza de árbol viejo. Temblando de placer, gritó: – ¡Mañungo!, ¡Mañunguito…! El oficial lo saludó fríamente. Al campesino se le cayeron los brazos. Le palpitaban los músculos de la cara. El teniente lo sacó con disimulo del cuartel. En la calle le sopló al oído: – ¡Qué ocurrencia la suya…! ¡Venir a verme…! Tengo servicio… No puedo salir. Y se entró bruscamente. El campesino volvió a la
guardia, desconcertado, tembloroso. Hizo un esfuerzo, sacó la gallina del canasto y se la dio al sargento. -Tome: para ustedes, para ustedes solos. Dijo adiós y se fue arrastrando los pies, pesados por el desengaño. Pero desde la puerta se volvió para agregar, con lágrimas en los ojos: -Al niño le gusta mucho ¡Denle la pechuga a mi hijito…!”
Este relato formó parte de mi infancia no sólo porque lo leímos en el colegio, sino porque en tono jocoso, mi mamá siempre recordaba esa última frase que sintetizaba el amor entrañable del padre por su hijo, aunque este fuera un ser mal agradecido, no merecedor de esa devoción paterna.
Es cierto de que el relato es triste, pero acaso no existen episodios de tristeza o de amargura en la relación con los hijos, Recuerdo ese tiempo de la partida de la casa paterna, cuantos sinsabores, cuantas penas sintieron mis padres al verme partir. ¿Cómo será en mi propio caso, cuando mis hijos vayan a hacer sus vidas, y me quede sólo con la gallina? Bueno no tenemos gallina en realidad, el caso es que no perdamos el tiempo, y brindemos ahora el cariño a los hijos. En el
mejor de los casos, le guardarán la pechuga al hijito, y nosotros partiremos a cualquier parte con el canasto.
Ernesto Sepúlveda Tornero